Segunda Semejanza y Diferencia
Nuestro inspirador, Don Enrique Alvear
A Don Enrique le toco vivir el Concilio Vaticano II, la reunión más importante de obispos de todo el mundo que se realizo entre 1962 y 1965 y que renovó la iglesia acercándola al mundo. Don Enrique alcanzo a vivir el preconcilio y supo lo que era pasar de celebrar la misa en latín de espalda a la gente a hacerlo en castellano mirando a los ojos. Experimento el antes, el durante y el después del Concilio. Nosotros somos, la mayoría cristianos del posconcilio. Él fue ordenado cura antes del Concilio y fue consagrado obispo en pleno Concilio, el 21 de abril de 1963. El Concilio partió en 1962. Por ello estamos celebrando los 50 años de su realización, que partio con la convocatoria del papa bueno, de Juan XXIII, que nos invito a “abrir las ventanas” para que entrara aire fresco que revitalizara la vida de la iglesia. De hecho una de las diferencias de ese tiempo con el nuestro es que parece que ahora alguien se ha dedicada a cerrar las ventanas y el aire está un poco hediondo, rancio, espeso. Como uno de los obispos más nuevos, “pajarito nuevo la lleva”, los obispos chilenos lo eligieron para que él se dedicara, además de ser obispo de Los Andes, a conducir la implementación del Concilio. Un gran teólogo jesuita que también participo en la delegación chilena del Concilio dijo de Don Enrique como obispo, era “el tipo de pastor que el Concilio soñó”. Porque eso si que Don Enrique fue: un buen pastor, pastor de los pobres. Lo veremos en el próximo punto. Don Enrique vivió la renovación del Concilio, un tiempo lleno de esperanza, de aires nuevos, de compromisos y entusiasmos. Todo podía ser cambiado para mejor. En los años posteriores, al fin del Concilio, en mayo del 68, se escribía en los muros: “seamos realistas, soñemos lo imposible”. La iglesia en los primeros tiempos del Concilio se atrevió a soñar, a cambiar su rostro, a volverse joven, a mirar el mundo y auscultar los signos de los tiempos. Y por ello los obispos latinoamericanos en una reunión que tuvieron en Medellín para aplicar el Concilio al continente se dieron cuenta de un problema PICANTE: P = pobreza, I = injusta, C = provocada por cristianos. Por lo tanto la respuesta de la iglesia a este problema era sumarse a la gran transformación social que necesitaba el continente y que en esos años ya estaba ocurriendo. Luchas a favor de los pobres y contra la injusticia. Los teólogos de la liberación le pusieron contenido a esos compromisos y nos regalaron “la opción preferencial por los pobres” y se lleno de comunidades cristianas en sectores populares y toda America Latina se pobló de comunidades eclesiales de base, en el campo, en las poblaciones, como las primeras comunidades, comunidades de pobres, iglesia de los pobres. El Concilio nos regalo una iglesia que se acercaba a la gente, que se hacía más sencilla, acogedora, que vivía una primavera eclesial. A nosotros nos ha tocado vivir el invierno eclesial. Nuestras capillas y comunidades ya no son las de antes, a menudo viven de las nostalgias de los tiempos pasados, de los agentes pastorales, las religiosas, los curas que tuvimos. También de los obispos, Don Enrique entre ellos, el Cardenal también. Déjenme leerles lo que un amigo mío dijo el día de la muerte del Cardenal, por que Don Enrique fue vivario del cardenal, a él le toco ser la presencia de Raúl Silva Henríquez, del arzobispo de Santiago, en la Zona Oeste:
Al momento de su muerte, se escribió sobre él: “Lo despedimos con lágrimas de alegría. Chile le debe el alma. Pocos han sido los padres y madres de la patria: Valdivia, Lautaro, O’Higgins, Bello, Prat, Hurtado, Neruda, la Mistral… Los padrastros han sido varios. A unos y a otros habrá que recordar. Para inspirarnos en unos, para precavernos de otros. Bueno será recordar a Raúl Silva Henríquez como un padre de la patria. Le debemos uno de los progresos espirituales más grandes de nuestra historia. (…) Raúl, amigo. De tu mano nos atrevimos a avanzar en las tinieblas. Cuando cualquiera disidencia era delito, cuando la sospecha y la delación oscurecían el cielo, tú fuiste candela y refugio, refugio y resistencia. Tu luz creció tenaz y hoy alumbra el futuro. ¿Qué progreso económico es comparable al paso adelante que la conciencia de Chile ha dado en el camino a la trascendencia? (…) Como Cristo, no levantaste tu voz para aplastar o destruir, sino para reivindicar a los débiles y a las víctimas, para implantar en el alma de la patria la convicción —nueva para la mayoría, incluso para la inmensa mayoría cristiana y católica— de que todo hombre y toda mujer vale infinitamente a los ojos de Dios. Que su Cristo nos sacuda para indignarnos contra todo abuso de poder y dar la vida para que otros la tengan en abundancia. Adiós. Cardenal, «Cardenal de los pobres». Vele por nosotros”(1).
Esto vale tal cual para Don Enrique. Por eso lo queremos de patrono, de inspirador, de protector, de padre de la patria, de pastor de la Fundación. Y lo necesitamos porque hoy en la Iglesia nos faltan esos ejemplos. Hay menos vida, menos entusiasmo, más control, más miedo. La iglesia durante la dictadura gano un prestigio enorme. Hoy está muy desprestigiada. Y en algún momento se le ocurrió pasar del catolicismo social al catolicismo sexual; de la preocupación por los pobres, por la injusticia, por la equidad a la preocupación por la sexualidad de los chilenos. Lentamente fue dilapidando su capital y lo perdió cuando quedo en evidencia que sus conductas sexuales no eran superiores que las del resto de los ciudadanos.
Parece un lugar común sostener que “si durante 17 años el rasgo principal de la Iglesia católica en Chile había sido la defensa de los derechos humanos, a partir de los 90 el eje cambio de dirección y sentido. La sexualidad de los ciudadanos se transformo en el tema predilecto del discurso religioso”(2). Este supuesto paso desde el catolicismo social a un catolicismo sexual merece ser indagado. Supondría que la iglesia se siente interpelada no solo por la cuestión social sino por la cuestión sexual. También por la moral de la vida y familiar. En primer lugar, la cuestión sexual consiste en un discurso que denuncia las inadecuaciones de ciertas prácticas de los católicos y de los ciudadanos en general con el ideal moral: los pastores se sienten en el deber de oponerse a la vivencia de la sexualidad fuera del matrimonio, a la anticoncepción, al uso de preservativos, al aborto, a la ley de divorcio, a los intentos por reconocer las uniones entre homosexuales. En segundo lugar, la cuestión sexual obligará penosamente después, a reconocer las inadecuaciones y aberraciones de algunos miembros del clero en sus prácticas sexuales. No solo las defecciones respecto de su celibato sino también los delitos en materia de pedofilia y otros abusos(3).
Tener a Don Enrique de pastor, de patrono, de inspirador hace que la Fundación no se equivoque, no se confunda: el problema en Cerro Navia es social y no sexual. Se trata de vulnerabilidad, de exclusión, de no tener oportunidades, de marginación, de pobreza y nosotros estamos para colaborar, para ayudar, para hacer crecer, para apoyar, para que cada uno se ponga a caminar en medio de las adversidades que padece.